Nunca será vieja. Ni pasada de moda. No es un clásico porque dé nostalgia de un tiempo que pasó. Mafalda, esa pequeña y aguda niña que creó el incomparable Joaquín Lavado hace hoy exactamente 50 años, es un clásico porque sus preguntas siguen clavándose allí donde la risa y el espanto hacen esquina.
Mafalda vivía en un departamento, en un quinto piso de la calle Chile 371, en el barrio de San Telmo, en Buenos Aires. Un lugar frente al cual, ahora mismo, hay una estatua de ella misma, sentadita en un banco de plaza. La mirada afilada de estar pensando en todo momento. Recuerdo imborrable de una larga década para los argentinos que la disfrutaron desde que nació, un 15 de febrero de 1962. Pero también para aquellos que la descubrieron más tarde, incluso luego de que Quino decidiera, diez años después, dejar de dibujarla. “Me di cuenta de que me costaba un esfuerzo enorme no repetirme, sufría con cada entrega. Cuando uno tapa el último cuadrito de una historieta y sabe cuál va a ser el final, es porque la cosa no va”. Y por respeto a mis lectores y a mis personajes y por mi manera de sentir el trabajo decidí no hacerla más”, aseguró él.
Mafalda es de nuestros abuelos, de nuestros padres y de nuestros hijos. Todos pueden leerla. Y todos la quieren y la querrán. Imposible no sintonizar con esa nena de seis años que odia las injusticias tanto como la sopa y que ve el mundo adulto con ojo clínico y sin edulcorantes. Una lupa sin deformaciones sobre los disgustos, las frustraciones, las injusticias, y también los logros de un tiempo que, pese al paso del tiempo, parece inalterado. El mundo sigue tan al revés como ella lo describió.
En realidad, Mafalda nació en 1962 para formar parte de una publicidad de la línea de electrodomésticos Mansfield para Siam Di Tella. Y era ya 1964 cuando se decidió que la publicidad no se haría: nadie quería publicidad subliminal en forma de historieta. Mafalda, convertida ya en la tira que conocemos, tuvo mejor suerte y apareció en la revista “Leoplán”. Y luego alcanzaría la gloria en las páginas del semanario “Primera Plana”. Quino empezó con entregas semanales y luego debió hacer una tira cada 24 horas. Mafalda quizás tenga entonces dos cumpleaños: el segundo será el que recuerde su primera aparición en aquella revista, el 29 de septiembre de 1964. En cualquier caso, Mafalda trascendió fronteras y fue traducida a muchos idiomas.
Eterna niña de preguntas molestas, Mafalda se metió con sabiduría allí donde no la llamaban. “Me pregunto si cuando mi mamá era chica quería ser lo que es ahora”, se preguntaba Mafalda. Para sacarse la duda, se asoma al dormitorio donde su madre, claramente malhumorada, cubierta de trapos y productos de limpieza, friega frenética. “¿Qué querés?”, gruñe la mujer. Y Mafalda, con tacto y resignación, dice: “Nada, iba a comentarte de un chico al que casi le pasa no sé qué con el dedo y un ventilador, pero no importa”.
El humor encendido en medio de las frustraciones adultas. La visión siempre elocuente de una observadora impiadosa de las injusticias del mundo.
Alguna vez le preguntaron a Quino que hubiese sido de Mafalda si hubiera crecido. Durante mucho tiempo, dijo el dibujante, pensó que los militares “la hubiesen desaparecido”. “Pero ahora tengo una versión más realista”, le dijo a “Río Negro” en 1996. “Porque Mafalda es sólo un dibujo, y los dibujos no crecen. Ella continúa siendo una niña, una niña capaz de reflexiones, angustias y alegrías sin edad”.
Una niña que siempre estará sentada cerca, reflexionando sobre el mundo, como la pequeña voz de la conciencia y el humor que los argentinos –y gran parte del mundo– llevamos dentro.
Verónica Bonacchi vbonacchi@rionegro.com.ar