ALICIA MILLER amiller@rionegro.com.ar
Para alguien no prevenido, la lectura de los diarios regionales durante la semana que termina pudo generar un pensamiento súbito: la realidad política provincial atrasa un año y medio:
• El gobierno, en reunión de gabinete, acaba de advertir que el 68% de los recursos corrientes se destina a pagar salarios. Descontando el envío a municipios, sólo el 15% queda para mantener en funcionamiento el Estado.
• Paradójicamente, la administración pública provincial registra uno de sus picos de baja actividad. Salvo la prestación de los servicios básicos –salud, educación y seguridad–, la inversión en obras públicas y en otras realizaciones y proyectos es ínfima y, lo poco que se hace, se financia con fondos nacionales o créditos internacionales.
• Los estatales registran alto nivel de ausentismo y el gobierno planea –¡otra vez!– verificar si realmente están enfermos los empleados públicos que faltan invocando esa causa. En la mayoría de las oficinas, las ausencias no se cubren, pero en Salud y en Educación, la magnitud del gasto en suplencias bien justifica el esfuerzo de controlar.
Pero, ¿es la realidad la que atrasa? ¿O es que el gobernador Alberto Weretilneck, luego de haber descartado que las finanzas provinciales lo justificaran, ha tardado este tiempo en llegar a las conclusiones que llevaron a su compañero de fórmula, Carlos Soria, a diseñar acciones extremas como la ley de emergencia laboral del Estado y la reducción de funcionarios políticos?
Es probable que, hace un año y medio, Weretilneck no tuviera una percepción completa de lo difícil que le resultaría gobernar una provincia encerrada en el corsé presupuestario actual.
O que las críticas que despertó la ley promovida por Soria lo motivaran a retroceder, por entender que no era la vía apta. Si fue así, es obvio que no intentó otra más adecuada.
Es probable que no se sintiera entonces con el poder personal para tomar decisiones que, sin duda, generarían malestar en sectores que deberían ser reacomodados a los límites escasamente flexibles que marcan las finanzas rionegrinas.
Sucede que gobernar es, por su naturaleza, un trabajo incómodo. Y un político que asume un cargo de autoridad debería estar dispuesto a pagar los costos que supondrían para su imagen resoluciones molestas en el corto plazo pero que resultaran útiles para el bien común analizadas bajo una mirada más amplia.
Lo contrario –priorizar la búsqueda de aplausos inmediatos ignorando el resultado futuro de la propia conducta– es propio del populismo que tanto daño causa a una democracia bien entendida.
Toda organización –y el Estado es una de grandes dimensiones– ostenta el influjo de la inercia positiva que supone que, cada día, sin que nadie deba encender un motor imaginario, sus engranajes se muevan. Pero posee también una inercia negativa, evidente en la resistencia al cambio y en la tendencia a reproducir hábitos de funcionamiento, sin reflexión ni revisión.
En la administración pública provincial, este tipo de inercia se manifiesta en ciertos funcionarios que llegaron al cargo libres de supuestos sobre cómo ejercer la función y que hoy parecen haberse mimetizado con las conductas que cuestionaron en sus antecesores.
Sólo como ejemplo, vale aludirlo a Desarrollo Social, un ministerio que fue durante la última gestión radical emblema de trabajo en negro, uso político y baja eficacia, entendida como la desfavorable relación entre gasto y resultados. Hoy, sólo parte de los becarios pasó a planta permanente. Y, como se han incorporado otros con igual régimen precarizado, no se han visto mitigados el gasto ni el incumplimiento al derecho laboral. La responsabilidad sobre las áreas de esa cartera ha sido asignada a base del reparto de poder entre sectores políticos, y el número de funcionarios no para de crecer.
Para una cantidad considerable de rionegrinos, no resultó ninguna sorpresa que el gobernador ventilara en estos días las cifras de incidencia salarial y de incumplimiento de buen número de empleados. Sorpresa sería, en todo caso, que las promesas de control llegaran alguna vez a concretarse y que el Estado dejara de ser el empleador laxo y bobo que todo lo perdona y soslaya al tratar de igual modo a quienes cumplen con responsabilidad su tarea y a quienes cobran sin trabajar. A quienes son aptos para su cargo y a los advenedizos sin estudio ni vocación de servir que, desde su cargo, buscan enriquecerse o favorecer a amigos y familiares.
Si algún esfuerzo se ha hecho hasta el momento, éste ha sido de la ciudadanía, que –con el pago de impuestos directos e indirectos– sostiene al Estado y paga los salarios de funcionarios y empleados de los tres poderes. El aumento de impuestos, la reducción de planes de promoción económica y la virtual ausencia de crédito productivo, sumados a la pérdida de alcance en planes sociales, a las deudas que el Estado todavía mantiene con proveedores y prestadores de servicios, sin olvidar la deuda social que representa el vergonzoso estado de cárceles y la ausencia de políticas concretas de atención de las adicciones, implican una transferencia brutal de recursos desde la población hacia el Estado y evidencian el costo de la falta de las decisiones que hubieran podido contribuir a sanear el manejo de los dineros públicos.
Para algunos, la reciente derrota del Frente para la Victoria en la elección de intendente de Viedma fue motivada por el maltrato gubernamental a los empleados públicos. Puede ser en parte que sí.
Pero afirmarlo sin más implicaría suponer que Viedma, como sociedad, respalda la existencia de este Estado caro e ineficiente. Y dudosamente sea así. La población de la capital –politizada y aguda en lo que se refiere al conocimiento intraestatal– valora el rol de la burocracia en el buen sentido, la única que puede jerarquizar a la ciudad como proveedora de ese tipo de servicios. Y cuestiona con severidad a los ñoquis y a los incapaces, sin discriminar si provienen de sus calles, del Valle o de la cordillera.
Lo que Viedma rechaza es el maltrato, entendido como descalificación desvinculada de horizonte. Como ausencia de un programa y una expectativa de que determinada gestión traerá algo mejor para el futuro. Si así no fuera, no se explicaría por qué una proporción importante de esa ciudad apoyó a Soria, cuando éste prometía ajuste pero también reactivación y combate a la corrupción en el Estado.
Otra simplificación es suponer que el problema radica en tal o cual radical en puestos de gobierno. Eso sería anecdótico. Lo malo es que los mecanismos que mueven al Estado no hayan cambiado. Que, si bien se habla otra vez de controlar la eficiencia, el Estado siga sin disponer de un sistema propio de datos confiable y exhaustivo. Y que pocos funcionarios –a excepción, estos días, del gobernador– se muestren resueltos a pagar los costos políticos que implicaría la tarea de ordenar, conducir y transparentar.
El tiempo corre. Y es de suponer que aquellas decisiones que Weretilneck no quiso o no supo adoptar hace un año y medio, le resultarán más penosas –cuando no francamente imposibles– en la medida en que se acerque el final del gobierno que hoy desempeña.